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Cuando se decretó la cuarentena nacional, mi instinto como fotodocumentalista me llevó a pensar que era el momento ideal para recorrer Lima y capturar ese nuevo escenario de crisis pandémica. Sin embargo, la realidad me obligó a confinarme en casa y reducir al mínimo mis salidas, ya que pertenece al grupo vulnerable: soja.
Ese repliegue forzado no fue una decisión fácil. Mientras las calles de Lima se vaciaban y la vida social se transformaba, yo quedé atrapado en la intimidad de mi hogar. Aunque no me llenaba de felicidad, esta nueva dinámica trajo cierta tranquilidad a mi familia.
Mi cámara, que normalmente se desplazaba conmigo por la ciudad capturando momentos fugaces, encontró su nuevo espacio de acción en el perímetro íntimo y cotidiano de mi hogar. Lo que antes era simplemente mi refugio, se convirtió en mi campo de batalla y trinchera. Las salidas, interdiarias o cada tres días, se limitarán a la bodega, la panadería y el parque cercano. La mascarilla se convirtió en parte indispensable del día a día, y pasear a mi perra Cleo fue una excusa constante para tomar aire y despejarme un poco. Al regresar a casa, el ritual de limpieza con alcohol en patitas y manos era ineludible.
Era nuevo en mi barrio, y los vecinos apenas sabían de mi existencia. Durante ese encierro, los edificios y casas vecinas se convirtieron en mi paisaje cotidiano, y desde mi azotea, con un tiro de cámara de 180 grados, comencé a documentar ese entorno desconocido.
Con el paso del tiempo, la frecuencia de mis salidas se fue reduciendo. El número creciente de contagios y fallecidos por el coronavirus me llenaba de miedo y ansiedad. Los noticieros y redes sociales no ayudaban, avivando mi paranoia. El virus sembró en la sociedad nuevas "microfronteras", espacios definidos por miradas furtivas, recelosas y reguladas por la distancia física de un metro o más. Nos movíamos con cautela, como si el simple acto de cruzar una mirada con otro pudiera ser peligroso.
Visualizar el futuro, el horizonte más allá de la pandemia, se vuelve cada vez más complicado. Ese virus, invisible y silencioso, tenía el poder de infiltrarse en nuestros hogares sin previo aviso y, si nuestras defensas no estaban preparadas, causar estragos. Aunque no conocíamos su rostro, sus consecuencias fueron devastadoras.
Fueron semanas, meses, de incertidumbre. En medio de esa vorágine de miedo y confinamiento, me di cuenta de que era tiempo para la introspección. Un momento para detenernos, mirar hacia adentro y conversar con nosotros mismos, para reconectar con nuestros seres queridos y encender esas luces interiores que habían permanecido apagadas por tanto tiempo, ocultas bajo la velocidad de la vida moderna. Sin duda, fue un tiempo para detenernos, para enfrentar nuestra propia curva personal.
(MI)CUARENTENA